Como otros asuntos que se creen puramente norteamericanos, la pena de muerte también tiene complices. Igual que el arma que Jared Lee Loughner apuntó en Tucson contra la cabeza de la congresista Gabrielle Giffords era una Glock fabricada en Austria; o el revolver Walther P22 que Seung Hui Cho utilizó en la masacre de Virginia Tech era alemán; el rocuronio bromuro usado en el Estado de Virginia como uno de los componentes de las inyecciones letales utilizadas en las penas de muerte es de origen español, concretamente con marchamo de la empresa catalana Tamarang, ubicada en la céntrica calle de Balmes de la ciudad de Barcelona.
Tamarang es culpable de complicidad silenciosa. ¿Necesaria? Depende desde que ángulo se mire. Estados Unidos no fabrica los productos necesarios para ejecutar a sus ciudadanos y depende del exterior. Tamarang no contesta. ¿Complicidad inconsciente? Es poco probable dado la profusa información que existe sobre el tema y las múltiples llamadas de atención que la empresa catalana ha recibido por parte deReprieve, una organización de acción legal contra la pena de muerte basada en Londres.
Reprieve ha solicitado a Tamarang en más de una ocasión mantener una charla con sus directivos para que estos, como han hecho otras compañías farmecéuticas (Teva; Lundbeck; Naari; Hikma; Fresenius Kabi/APP Pharmaceuticals y Hospira,que inició el efecto dominó que ahora se vive), pongan en marcha mecanismos de control que aseguren que los fármacos que venden no acaban siendo usados en ejecuciones en Estados Unidos.
Según relata Maya Foe, directora del departamento de Pena de Muerte de Reprieve, su organización tiene datos que confirman que “en algunos Estados de EE UU se está proponiendo el uso de fármacos fabricados por Tamarang en ejecuciones de reos”. “Virginia es el primer Estado que incluyó en sus protocolos de ejecución el rocuronio bromuro”, explica Foe. Esta experta resalta que su intención al contactar a Tamarang —siempre sin éxito— era hacerles partícipes de que “el uso de fármacos que no han sido probados para este fin supone un grave riesgo”de que los prisioneros sufran largas y penosas agonías.
Al igual que Virginia, otros Estados de la Unión, de los 32 que todavía tienen la pena capital en vigor, están adoptando “protocolos nuevos, experimentales y peligrosos” que no garantizan una muerte que no sea “cruel e inhumana” para el reo, según explica Foe.
Si EE UU vive un problema de desabastecimento de un producto que es básico para la supervivencia de su seña de identidad más repulsiva y arcaica cabría preguntarse por qué sus empresas no fabrican tales productos.¿Cómo es posible que EEUU no pueda producir pentotal, la anestesia necesaria para dormir a un preso antes de que otro fármaco le paralice los músculos y luego otro le provoque un paro cardíaco que le conduzca a la muerte dictada? Beneficios. Esa es la respuesta.
Cuando un fármaco carece de patente, automáticamente se le adhiere la etiqueta de no rentable, por lo que su fabricación no es atractiva —en términos monetarios— para las grandes compañías. Cuando en 2010 Hospira tuvo problemas para continuar fabricando en Italia el pentotal debido a que la opinión pública italiana forzó a la compañía a entablar un diálogo con las autoridades de aquel país sobre su uso y su final, se puso de manifiesto que no había muchas opciones, excepto importar de otras empresas europeas o recurrir a soluciones intermedias, como usar pentobarbital, un sedativo utilizado para sacrificar perros y gatos, principalmente. Oklahoma ya lo había utilizado en los años setenta, por lo que no había razón para no seguir una senda ya conocida.
Cierto es que la exportación del fármaco por parte de Tamarang no incumple ninguna normativa —el principio activo no está incluido en el reglamento 1352/2011 de la Unión Europea, que prohíbe la exportación de materiales y sustancias que puedan ser utilizadas en torturas y ejecuciones—, pero en su batalla contra la pena de muerte en todo el mundo, Reprieve presiona para que medicinas de uso hospitalario no acaben quitando la vida a alguien.
Tamarang es una pequeña empresa de apenas cuatro trabajadores situada en la calle de Balmes de Barcelona que tiene como “actividad principal la elaboración de registros farmacéuticos y la comercialización de específicos”, según consta en las cuentas depositadas en el Registro Mercantil correspondientes al ejercicio de 2012, el último disponible. La empresa, que no tiene fábrica propia, está asociada con Farmhispania, un gigante del sector farmacéutico español —factura más de 60 millones de euros anuales—, que sí fabrica este principio activo.
Una empleada de Tamarang confirmó a EL PAÍS que la compañía exportó el año pasado “millones” de viales de rocuronio bromuro a EE UU, aunque matizó que la compañía “no los vende directamente” en ese país, sino que los sirve al laboratorio estadounidense X-GEN, que los comercializa bajo su propia marca. “Es un producto utilizado en muchos hospitales y no tenemos el control del destino final del producto”, admitió. En opinión de Reprieve, de eso se trata, de saber cuál es el destino final e impedir que los fármacos acaben en los corredores de la muerte, para lo que es necesario que las empresas asuman un protocol interno de responsabilidad. De otro modo, se convierten en cómplices.
La trabajadora de Tamarang confirmó la recepción de una carta de Reprieve el pasado octubre. “Lo tomamos como un tema grave y peliagudo y lo trasladamos a los dueños de la empresa, que lo están estudiando”. Este diario solictó, sin éxito, hablar con los máximos responsables de la compañía.
La movilización de los grupos contrarios a la pena de muerte ha provocado que cada día sea más problemático reunir los tres ingredientes de los que se compone la inyección letal, prácticamente el único método que se utiliza a día de hoy en la aplicación de la pena capital, que el año pasado alcanzó su mínimo histórico de aprobación desde su reinstauración hace 40 años. El sistema ha sido duramente criticado por asociaciones de Derechos Civiles de EE UU, que consideran el método anticonstitucional, ya que proporciona un sufrimiento inhumano al ejecutado.
En abril de 2008, por siete votos a favor y dos en contra, el Tribunal Supremo consideró constitucional la inyección letal y avaló su vigencia. Hoy, y debido a los cambios que vive el método por al desabastecimiento, la pena capital, o mejor dicho, la manera de llevarla a cabo, vuelve a sufrir el embiste de las organizaciones de derechos humanos y civiles que la consideran contraria a la Octava Enmienda de la Constitución americana, aquella que prohíbe “castigos crueles o inhumanos”.
Un proceso irreversible como es el de quitar la vida a un ser humano se supondría rodeado de garantías. Y sin embargo la puesta en práctica de la pena capital es casi oscurantista. Los abogados de Clayton Lockett, el preso que murió el pasado martes en Oklahoma tras 43 minutos de una tortura que concluyó cuando sufrió un ataque al corazón, según las autoridades de la cárcel, denuncian que el departamento de Prisiones se negó a divulgar cuáles habían sido los fármacos exactos que le habían inyectado a su cliente. Lo mismo sucede con las identidades de los verdugos.
Ante la polémica suscitada por la muerte de Lockett, los responsables de prisiones desvelaron finalmente las sustancias inyectadas en el cuerpo del condenado a través de su arteria femoral. Era la primera vez que Oklahoma, desde la reinstauración de la pena de muerte en 1976, utilizaba midazolam en lugar de pentotal para dormir al reo. Reprieve cree estar seguro de que los fármacos de Tamarang no acabaron en el sistema sanguíneo de Lockett. Pero Tamarang reconoce la venta de “millones” de viales a Estados Unidos del segundo elemento necesario para matar a una persona legalmente en EEUU. Es una cuestión de tiempo que antes o después lo que vende Tamarang acabe en todos los corredores de la muerte y certifique la complicidad. Ahora expuesta y no necesaria.
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