En la noche del domingo pasado se fue la luz en las casas adosadas del barrio del Lobo de Coria del Río. Cuando volvió, sobre el peldaño de una caseta eléctrica de Endesa en la calle Brazo del Este, donde dos cartelitos avisaban «Alta Tensión, Peligro de Muerte», yacía un hombre joven. Una descarga lo había fulminado. Pagó con la vida su intento de robar hilo de cobre. En las chatarrerías compran el kilo de cable sin pelar a tres o cuatro euros.
No era rumano, sino español e hijo y vecino de este pueblo. David García Calderón, de 32 años, soltero, sin hijos. El gobierno de Coria, que preside Modesto González (PA), emitió el día siguiente una nota en la que lamentaba su muerte (sin identificarlo) y aprovechaba para denunciar el aumento de los robos de cableado del alumbrado público, que azotan el presupuesto municipal.
Han sustraído en seis meses 40.000 metros de cable y repararlo le ha costado al Ayuntamiento 60.000 euros, según su balance. Dinero que habría podido destinar a ayudas sociales, ha dicho el alcalde. Desde su despacho, la concejala de Comunicación, Conchi Renedo, llama al electricista municipal, toma nota y transmite al periodista que en el último año, pero más desde septiembre, ha habido al menos una veintena de robos (con sus consiguientes apagones) por todo el pueblo. La Guardia Civil ha intervenido en una chatarrería en la salida de Coria a Almensilla que tenía cobre de dudosa procedencia, pero el problema persiste.
La causa no se le escapa a la delegada municipal: dice que roban cables de cobre por culpa del paro. Algunos no encuentran otro sustento. La víctima era del barrio de Cuatro Caminos, el gueto de Coria, junto a la calle Virgen de la Salud. Al mediodía hay adultos y niños en las puertas sin nada que hacer, jóvenes que queman el tiempo con sus perros. Sus excrementos cubren las calles. Aquí creció David García Calderón. Ser drogadicto «le ha llevado a la muerte», diagnostica su tía Antonia.
La orfandad lo empujó a la heroína. Su madre, María Teresa, murió de un tumor cerebral cuando tenía 9 años. Sin padre que cuidara de él y sus dos hermanos menores, los internaron en un centro de acogida entre Torreblanca y Alcalá de Guadaíra, el Talita Kum. Después fue pasando temporadas en casa de familiares, con su abuela materna, con un tío enfermo de sida. Intentó desengancharse en un centro de rehabilitación de Málaga, volvió a Coria hace unos meses, recayó en la droga y acabó recogido por dos jóvenes del pueblo en una casa de la barriada de la Paz.
Con Mariano y Francisco rebuscaba chatarra en la basura y cometía pequeños hurtos con los que pagarse sus papelinas para inhalar. El trío salió el domingo a buscarse la vida. Uno le ha contado a Antonia que la idea era hurtar naranjas pero que David propuso buscar cobre para ganar un poco más. Que le dijeron que era peligroso. Y que respondió: «No pasa nada. Y si me pasa algo, me recoge mi madre». «El amigo le hizo el boca a boca, pero estaba reventado». Su historia recuerda a la de la reciente película británica 'The Selfish Giant' (El gigante egoísta, 2013), basada en un relato de Oscar Wilde, donde un muchacho marginado en el Reino Unido de hoy muere electrocutado robando cables.
Su tía lleva a la casa donde se crió David y donde vive su hermano Israel, en la calle Planeta. «A ver si nos toca un cupón para irnos de aquí», masculla en el camino. Antonia sueña con que sus hijos, que van al cole, lo logren gracias a la educación.
«Toma y quítate el mono»
Israel Recuerda García, de 29 años, llora su mala suerte: su madre, cuyo nombre luce tatuado en el brazo izquierdo, murió con 27 años, la misma edad con que su esposa lo dejó viudo; no tiene trabajo ni ninguna ayuda oficial para cuidar a su hija y su hijo de 9 y 7 años, y ahora se muere su hermano mayor, de distinto padre. «He pasado seis años en la cárcel. Pero dejé las drogas y senté cabeza. Si no, habría terminado como él».
Defiende que su hermano, con detenciones anteriores, era un novato en el robo de cables y que sobre todo pedía a los familiares algún euro de vez en cuando, se ponía los días 25 cada mes frente al banco donde conocidos suyos cobran pagas de invalidez a ver si le daban migajas, o vendía cosas que pescaba en la basura. Enseña una mirilla telescópica de un fusil o un lector de DVD roto que le compró por lástima. «Como no me fume un paquetillo no puedo buscarme la vida, dame cuatro euros, 'mano'», le rogaba.«Toma y quítate el mono», le dijo al darle unas monedas por el aparato inservible. Subraya que jamás le robó «ni diez céntimos» pero admite que temía que lo hiciera y que por eso no quiso que viviera con él y los niños en esta vieja casita social heredada de la madre.
«Si hubiera sabido robar cobre no le habría pasado. Hay montones que están robando y no les pasa nada. Decía que le daba igual morir, 'que yo me voy con mi madre'. Mi hermano ha estado muy solo en la vida. Cada 24 de diciembre se 'jartaba' de llorar. 'Yo qué hago en este mundo sin mi madre. Si mi madre estuviera aquí, las cosas cambiarían'».
No cambiaron, y una descarga de 3.800 voltios lo dejó en el sitio. Aunque aún no conocen la investigación policial, han sabido por sus compañeros que David intentó cortar cables con una herramienta y se electrocutó al tocar con el costado del cuerpo otra parte metálica de la caseta. Ya se lo avisó la nueva pareja de Israel. Rocío recuerda que un día que David vino pidiendo prestadas unas tenazas para arrancar grifos y otros metales «en una casa abandonada» ella le advirtió: «Con eso no juegues, que algún día te vas a ver como ése».
En la casa del vecino aludido, en la calle Lucero, Rosario cuenta que este 12 de marzo hace tres años que su hijo, Manuel Quinta González, de 46, padre de un niño de 11, se quedó parapléjico, perdió el brazo derecho y sufrió daños en el cráneo al electrocutarse. «Se fue con un cubito y me dijo que me iba a traer caracoles». Llevaba en paro desde el inicio de la crisis en España. Había trabajado toda su vida, con 23 años cotizados, como albañil, jornalero, vigilante...
El consejo del superviviente
Manuel relata qué ocurrió en aquella caseta en el arrozal, cerca del cruce Colina, en el desvío de La Puebla a Isla Mayor. Dice que no entró en la caseta a robar -«lo que más miedo me da es la electricidad»- sino buscando protección: «Era en las tablas de arroz.Estaba lloviendo y nos metimos a refugiarnos. La puerta estaba abierta. No había ninguna señal de peligro. Allí no había cables. Había unos tubos gordos en la pared. Tenía que ser para bombear. Toqué y no recuerdo más. El que venía conmigo me dejó allí, le dijo a una pareja en la venta que en la caseta había un hombre quemado y ellos avisaron. La rehabilitación para mantenerme me la pago yo, 140 euros al mes. Me quedó una pensión de mil euros».
Le ha impactado la muerte de su vecino: «Yo ya podía llevar tres años muerto. Conozco gente que va a coger chatarra y lo que pillan. Al que puedo, se lo digo». Que tengan cuidado si no quieren acabar como él.
Pero el hambre y la adicción son más fuertes que la señal de la canina. Remediar de antemano casos así saldría, quizás, más barato que reparar luego sus bocados de termitas desesperadas en el mobiliario público. Una farola destripada se arregla. Israel llora por lo que ya no tiene remedio. «Si lo llego a saber, le doy 20 euros para que se fumara dos paquetillos». El seguro del Ocaso de un abuelo costeó el entierro de David. Sólo hubo que poner 65 euros para comprar una cajita donde guardar los huesos de su madre. Ahora está al fin con ella, acunados por el mismo nicho. Juntos en la noche eterna, tras una vida sin luz.
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