Lees que las mafias nigerianas de la prostitución actúan en España, que utilizan el vudú para despojar de su voluntad a las esclavas sexuales y que castigan con extrema crueldad cualquier desobediencia a sus férreas reglas. Una testigo protegida cuenta la sórdida mecánica de la explotación: la deuda de 50.000 euros que contrae con la mafia cada mujer que llega a Europa, las violaciones sistemáticas, cómo les arrebatan al nacer a los niños que conciben fruto de ellas y los venden, por 400 euros, a otras mujeres que los usan como salvoconducto para alcanzar Europa y a las que luego se los quitan para seguir extorsionando a las madres. De nada sirve que la policía española y los trabajadores de Cruz Roja y ONG les informen que pueden ayudarlas si denuncian la explotación de la que son víctimas. El pánico, la despersonalización, el lavado de cerebro se lo impide.
Lees todo esto, la noticia del horror concebido y minuciosamente ejercido por unos seres humanos sobre otros seres humanos, y recuerdas... Hace aproximadamente una década, en la isla de las Palomas, al sur del sur, en Tarifa. La historia la has evocado alguna vez, pero nunca completa. Aquella mujer de piel negra, con un niño en brazos, llegó una luminosa mañana de agosto al puerto, tras rescatar un barco de Salvamento Marítimo la patera en la que viajaba, junto a otra veintena de inmigrantes irregulares. La mayoría eran subsaharianos, salvo una mujer marroquí que mostraba una singular arrogancia y rechazaba que los periodistas que cubrían su llegada al puerto le hicieran fotografías. Aquella mujer de piel negra, como las otras tres subsaharianas que venían en el lote, se dejaba en cambio fotografiar sin oponer la menor resistencia. Como sus tres compatriotas, mostraba una actitud distinta de la de sus compañeros varones, que celebraban alborozados haber puesto el pie en tierra europea. Aquellas cuatro mujeres estaban silenciosas, circunspectas. Por alguna razón, lo que para los otros era alegría, para ellas representaba todo lo contrario: algo sombrío y hostil.
Pudiste hablar con ella, en aquella sala que les tenían reservada a las mujeres y a los niños en el centro de acogida de inmigrantes de lasPalomas, donde se les daba ropa limpia y seca y se les alojaba en las horas inmediatas a su llegada. Guiado por alguna estúpida compasión, o por un deseo no menos ingenuo de ser útil, trataste de hacerle ver que había tenido la suerte de sobrevivir a la travesía, que estaba en Europa y que su bebé tendría atención. La mujer te miró como si estuviera escuchando hablar a un marciano en una lengua absurda para ella, aunque comprobaste que entendía el inglés. La mirada de sus ojos oscurísimos, que jamás olvidarás, rezumaba amargura; tras ellos se ocultaba una desesperación irremediable. No quieres deducir que la expresión ausente con que sostenía al bebé obedecía a que era el hijo de otra, alquilado a la mafia como pasaporte. Prefieres creer que simplemente estaba cansada, aturdida, y abrumada por el lóbrego futuro que, ahora eres consciente de lo que entonces no acertaste a adivinar, le estaba reservado.
Han pasado diez años y no sabes si estará viva o estará muerta, dónde andará y qué hará ese niño que ahora tiene más o menos la edad de uno de los tuyos. Sólo esperas que ella, después de acudir a la cita ineludible con el representante de la mafia en territorio español, después de dejarse explotar durante quién sabe cuánto tiempo, no se haya convertido en una de esas veteranas que, dicen, acaban haciendo a su vez de controladoras y explotadoras de sus compatriotas recién llegadas.
Sientes la necesidad de compartir este recuerdo y escribirlo, junto a tanta infamia, por si llega a alguno de los hombres que acuden a los polígonos a aprovecharse de estas mujeres. Por si entienden, de una vez, lo que están ayudando a sostener.
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